Lloras sobre una tumba, amigo.
El dolor te quiebra y no quieres dejarlo ir. Pero ya todos se han ido. Y ése a quien le lloras, fue el primero en partir. Pero “no llores porque ya se terminó... sonríe, porque sucedió”, como escribió el Gabo.
Terminó como no debió, dijeron los que hasta hace poco se despidieron. De sorpresa, sin aviso, en el peor de los días –porque para eso no hay algunos días mejores a otros-. Y, si quieres que te sea franco, debo confesar que tuvo que terminar para entender que nunca lo conocí. Soy culpable: eso de las vidas modernas, la prisa, me impidió buscarlo para pedirle me terminara de contar las muchas historias que comenzó cuando trabajé con él. Mi trazo quedó en el aire y no podré cerrar los círculos que comenzaron con las charlas sobre música, libros, la vida.
Lloras la muerte queriendo dar vida con la profundidad de tu mirada. Imaginando lo que queda bajo el cemento que comienza a secar. Lloras porque te dejó y no porque se fue. Egoísta.
Las descripciones de su persona se repitieron tanto que parecían ensayadas. ¿Un caballero? Claro. ¿Formal, erudito, conocedor? Sin duda. ¿Un conciliador, un romántico, un amigo? Por supuesto.
Hay, sin embargo, una descripción que arriesgué a decirle un día sentados en su oficina de la Universidad –las fotos de escritores, premios Nobel y músicos de testigo- que no escuché entre la concurrencia. Ni tendría por qué haberlo hecho: era una descripción sólo nuestra, que no trascendió esas puertas. Jefe, le dije, usted es un hippie con traje de diseñador.
Me escuchó decirlo y mi corazón se detuvo. El silencio. Las palabras se me habían escapado por descuido, por la confianza de la charla amena. Serio, como siempre, cruzó su brazo izquierdo a la altura del abdomen para que le sirviera de soporte del codo derecho; apoyó su cara sobre las yemas de su mano derecha y me miró a través de los cristales rectangulares de sus gafas. Silencio. Se le asomó una sonrisa blanca en su cara morena y las palpitaciones me regresaron. Le expliqué las razones de mi descripción y platicamos sobre las imprecisiones de mi dicho… pero, debo decirlo, no en todo me equivoqué.
Y no viene al caso reproducir aquí eso que sigue siendo una plática de dos. Me lo guardo. Y si te lo digo, amigo, es para que veas que yo también conservo una anécdota con él. Más de una, a decir verdad. Muchas. Y seguramente alguna de ellas resulta más interesante de la que puedas tu contarme. Pero mira, no lo lloro.
Mis ojos están secos. Es verdad: sigo aquí, contigo, cuando todos se han ido. Trato, como tú, de buscar en la profundidad del abismo; imaginar en luz aquello donde todo es obscuridad. Pero no me parte el dolor.
¿Sabes? Quise quedarme hasta el final para buscar un tiempo a solas y en silencio. Un tiempo para agradecerle sus consejos y ejemplos. Agradecerle haya sido mi jefe y tenderme la mano como a un amigo. Las pláticas de un día cualquiera pues hacían, de ese día, una jornada particular y memorable. No exagero. Pregúntale a Norma, a las dos Betys, a Jorge. Pregúntale a Karla, a Dorita, a Cecilia. A mi buen amigo Alejandro. Saben que lo que digo es cierto. Años después de mi salida de la Universidad lo saludaba y seguía diciéndole Jefe. Era mi tributo: decirme siempre a sus órdenes que, por el trato amable, en realidad eran indicaciones, sugerencias.
Te cuento otra anécdota.
Me caso, Jefe, aquí está la invitación –le informé una mañana de julio. Eso del matrimonio, me dijo, es un error que debe cometerse aunque sea una vez y, ¿sabes?, no importa cuánto te esfuerces, te arrepentirás. Y dicho eso, sonrió y me felicitó en verdad.
Otra: Una mañana de diciembre, le dije que me iba de la oficina pues tenía un trabajo donde la paga era mejor. La paga, seguramente… pero ¿y el trabajo?, preguntó, ¿ése también es mejor? Cosas de la juventud, no entendí en ese momento. Le agradecí la oportunidad y me retiré diciéndole que ya había tomado la decisión. Y vino una reflexión suya antes de que cruzara la puerta: la vida no es más que decisiones, mi joven amigo. Semanas después padeció de la garganta, algo que seguramente no decidió. Y, sin sospecharlo, me enseñó que la vida son decisiones y circunstancias.
Tendrás tus anécdotas propias. Pero ninguna como estas que te platico. Porque así eran sus consejos: profundas reflexiones que debían adivinarse en el dicho irónico y donde cada uno, y al paso del tiempo, debía desentrañar lo verdadero de los meros trucos del discurso. Y si cada quien tomaba lo que quería de su ejemplo, sin duda todos nos quedamos con mucho.
Por cierto, ¿te has fijado cuánto arreglo floral ha llegado? La gente lo quiso. La gente lo quiere. Sólo hizo el bien a cuenta persona se le cruzaba enfrente, oí decir a otro grupo. Y tienen razón.
Ahora que lo pienso, como te digo, no lo conocí. Trato de ordenar en mi mente su vida, hacer con las piezas que conozco un panorama general del hombre detrás del Jefe. No puedo. Hasta ahora entiendo que no es la persona sino su legado lo que importa: la esencia. Conservar en mi mente la imagen del Jefe, conservar la inspiración. Conservar el recuerdo que nada es, pero lo significa todo.
¿Sigues llorando sobre la tumba, amigo? Déjate ya de eso. Debes estar alegre por el tiempo que compartieron.
Mira mis ojos: están algo húmedos, pero no hay lágrimas. No me quiebra el dolor.
Nunca entendí por qué le gustaba tanto el Gabo. Por su dicho y el de otros amigos suyos sé que conservó primeras ediciones de prácticamente todas las novelas del colombiano. Algunas, incluso, autografiadas. Un verdadero tesoro para el ojo conocedor. Lo de hoy, le dije cuanta vez pude, es Arturo Pérez-Reverte: eso de un coronel a quien nadie escribe, de una barca que nunca llega al puerto fingiendo el cólera de dos enamorados, aburre Jefe. Me dijo que alguna vez leería la Reyna del Sur. No creo que lo haya hecho. Y ni falta que le hizo.
Pero, qué te importa lo que yo opine de sus lecturas. Ahora que lo pienso, qué te importan mis anécdotas y los consejos que a mí me dio. Y, ahora que lo pienso, no quiero siquiera compartirlo.
¿Sabes qué es lo que más me duele? Que nunca pude decirle gracias. O, mejor dicho, me duele saber que las veces que le agradecí no fueron suficientes. Y que nunca me di el tiempo de darme una vuelta en sus nuevas oficinas para estrecharle las manos y pedirle que me platicara de algo, de lo que fuera. Lo conocí saliendo de licenciatura y en sus palabras encontré aliento, inspiración, motivación. Y eso nunca se lo dije. Y cuando lo llegué a saludar en eventos en los que coincidíamos jamás pudimos intercambiar más que el saludo. Y era él una de esas personas que me hubiera gustado ver envejecer. Y conocerlo más sabio. Saberlo entre nosotros por más tiempo. Platicar por nada, platicar porque sí.
Sí. Se me quiebra la voz. Ya solté algunas lágrimas.
Vendrán días difíciles. En silencio, en completos extraños que me lo recuerden me encontraré al Jefe por las calles. Será un perenne recordatorio de que ya se fue. Y sin razón alguna pasaré por la biblioteca para ver el moño negro. Darme el tiempo para recordar que no me di el tiempo para agradecerle.
Ahora soy yo quien llora sobre la tumba, amigo. Queriendo extender el adiós, aferrándome a lo que hay en la vida y recordando lo que nos espera en la muerte.
Dejemos descansar al hombre, amigo. Y que sea su espíritu quien siempre nos acompañe.