Ñoño, no, no.
Solo relax, solo terapia contra agoreros, adivinos, shamanes, informadores, politiquillos mecha corta “aprovechadores” de cualquier cosa para oponerse a cualquier otra, contra bien informados, contra bien intencionados y contra mi mismo, contra la posibilidad de atrapar una “depre” y luego – como a la media hora – empezar a llamarle cariñosamente mi depre.
Bueno hay les va el cuento.
Hace como unos 15 o 16 años papá y mamá se fueron de viaje a Israel, dada su vida de fe ese tour se convirtió en un viaje excepcional. Claro volvieron finisimos y con un montón de chucherias: un poco de agua del Mar Muerto, un poco de arena, unas cuantas monedas (schekels, creo que se llaman) y dulces de higo, dátil y no se que mas. Quien sabe cuantos se apañaría el abuelo –una vez le encontraron en la bolsa de una sucia y vieja chamarra como cincuenta envolturas de los famosos candies amarillos y rojos con blanco – lo importante para la historia es que le tocaron unos de deliciosos dulces de dátil y claro, se los comió. Yo no lo vi, pero lo imagino comiendo cansinamente, haciendo tiempo, disfrutando, como haciendo antesala de todo lo que pudiera venir en lo que le quedaba de vida; luego – contrario a la costumbre – recoge y guarda las semillas que traía el dulce …..y las siembra. Algunos años después el muere, nadie recuerda el tema de los dulces y nadie se da cuenta cuando aparecen los primeros brotes, hoy tenemos un par de palmas datileras que escaparon de la guerra entre judíos y palestinos en forma de cuasi compota, pasaron por la dentadura falsa del abuelo y se abrieron paso entre el macizo, pedregoso y duro terreno de casa de mi mamá. Un lujo exótico en tiempos del cólera.