Estaría en primero o segundo de secundaria. Uno de muchos viajes a la ciudad de México con papá: demasiada carretera reclamaba siempre una noche de descanso en San Luis Potosí.
Aquellos viajes fueron, para mí, los primeros pasos en los que conocía el mundo.
Antes, en viajes relámpago en un bocho 76, habíamos ya recorrido en familia algo así como siete estados en catorce días… pero en esos viajes de la secundaría éramos solo el viejo y yo: él siempre queriendo enseñar el mundo que había aprendido de su padre, yo queriendo siempre reunir la experiencia acumulada en generaciones.
A media cuadra del Hotel María Cristina, hablo de San Luis en el mero Centro, se encuentra el Café Tokio. Ahí conocí los club sandwich. Lo juro: una de esas noches que llegábamos con los kilómetros en la espalada y con ganas de descansar, pregunté a papá “Y qué pido?”.
Enseñándome mundo, me dijo -supongo yo tal y como su papá le había dicho-, que en todos lados existe siempre el club sandwich. Para mí fue una sorpresa recibir cuatro torres de pan-jamón-pollo-pan en triángulos. Jamás he entendido por qué se llama Club. Tenía yo trece o catorce años.
Hoy, quince o dieciséis años después, cuando ando de viaje y no sé qué pedir, encontrarme en el menú con la posibilidad de irme a la cama con una torre de pan-jamón-pollo-pan, me encanta.
A un lado del Club, pido leche fría con chocolate: pareja eterna en la memoria de mis primeros pasos.