Salzburgo significa “Castillo de la Sal”. Mas o menos. Su nombre le viene del hecho de que las barcas que pasaban por su río, el Salzach, por allá del siglo VIII, debían pagar un impuesto.
En ese tiempo, entonces, fue la sal lo que hizo a Salzburgo… pero, tal y como la historia nos ha enseñado, en la fortaleza se encuentra el germen de la propia destrucción.
Así nos lo podría decir Wolf Dietrich von Raitenau (1587-1612) quien, haciendo uso de su enorme poder como obispo, impulsó el arte barroco en las construcciones.
Gracias al dinero que había en la ciudad por la sal y su impuesto, el sueño del hombre se convirtió en ladrillo y éstos en paredes. Por cierto, esta decisión -siglos después- motiva que Salzburgo sea patrimonio de la humanidad.
Wolf Dietrich von Raitenau muere sin poder, pobre y en una cárcel: se puso, como se dice, “a las patadas con Sansón” (… y, me imagino, Sansón debió de ser bueno con eso de las patadas); peleó con motivo del impuesto de la sal con los altos rangos de Bavaria, pueblo al sureste de Alemania, y lo perdió todo.
Un hombre salado, pues.