Ambos lo deseaban. Estaban ahí, sentados y platicando. Fingían desinterés, pero el interés desbordaba.
Luego, en un esgrima de palabras, las cartas fueron echadas sobre la mesa. Ser, al final, amantes; y, al serlo, todo comenzaría.
Él, con su mejor sonrisa, trató de mantener la iniciativa; ella, arqueando la ceja, recibía la señal.
- Y qué –dijo ella-, te crees muy seguro de que al final acabaremos juntos?
- No importa qué tan seguro me sienta yo, sino qué tan a gusto te sientes tu con mi compañía.
Ella insistió en lo de la amistad, en el para qué cambiarlo todo. Pero estaban ahí, platicando. Eso se llama interés ¿o no?
La noche era joven. El duelo de esgrima seguiría prolongándose sobre el postre. Y seguiría, con toda certeza, en algunos otros encuentros antes de la estocada final, la herida mortal.