Orelio es el nombre de quien fue mi abuelo; o es mi abuelo, pero ya no vive.
Era yo bastante muchacho, contaba algo así como trece o catorce años. Y, en contra de mi voluntad (como todo en esa edad), estaba de vacaciones en Nuevo Laredo en la casa de los abuelos maternos.
Ese domingo (como cada domingo - como siempre), azábamos carne. Las mujeres la preparaban con algo de sal, los "adultos y fuertes" (mis tíos y papá) prendían la leña. Mi abuelo y yo, al no pertencer a ninguna de las dos clases anteriores, reducíamos nuestra participación a cuidar que la leña se conviertiera en braza. Y, en esa espera, platicábamos.
Pero, ya lo decía, era yo bastante muchacho y todo debía ser acción incomprendida o en contra de todos, de todo. Por eso cuando me dijo que en todos esos años lo más valioso que había aprendido era el significado de la paz, no pude sino pensar "el viejo, en verdad que está viejo".
Murió Orelio mucho antes de que entendiera el valor de la paz y sus palabras. Murió y se llevó su cuerpo, su voz pero no sus palabras.
Hoy, empiezo a entender