Tengo cerca de año y medio escribiendo una novela. Para ser sincero, confieso que sigo sin pasar de la hoja veinte, pero que me he fumado ese tiempo con la idea y uno que otro teclazo, no cabe duda. Algo tengo más o menos claro: se ambienta en la Saltillo-Monterrey.
Antes de que cualquier fino lector (lectora, para que no haya discriminación) de este espacio que no exista exclame un “qué flojera eso de la carretera”, me explico: me siento profundamente fascinado por el microcosmos que, al menos en mi imaginación, existe entre matorrales, restaurantes mal iluminados y camioneros estacionados a las orillas de las carreteras. Ahí, soy un ferviente creyente de lo que diré, deben pasar las cosas más dolorosas y obscuras que pueda soportar una persona… Y ya no le sigo, porque revelo el contenido de esas 20 hojas que me han tomado año y medio.
Pero hablaba de esa carretera para decir que estoy hasta el copete que no tengo de ver militares con pasamotañas… una especie de injerto del subcomandante marcos con… con… uta, pues con el propio subcomandante.
Pasa uno la garita o caseta (o como quieras llamarle) y ahí están, con la cara tapada y los ojos-razgos-mayas viendo, como esperando, como si en verdad se fueran a fajar cuando algún mafioso de medio pelo se les ponga enfrente y les diga “vamos midiendo fuerzas, pinche sorcho”.
Las carabinas son mas altas que ellos, lo juro. Las tanquetas apostadas tras barricadas improvisadas que durarán, seguramente, años completan la estampa para cualquier turista que quiera sentirse seguro… ja, quise ser irónico.
Pero es tarde. No quiero seguir. Sólo quería tirar algunas líneas sobre la carretera que, como sigo, es objeto de mis cavilaciones más profundas.