En más de una ocasión me han dicho que tengo cara de profesor, de que me gusta dar clases. Pura apariencia, digo yo. Los lentes los traigo por astígmata y el saco para esconder la panza. Y, en eso, nada hay de intelectualidad.
Eso de pararse frente a grupo requiere vocación. Cada día que pasa, me doy cuenta de que no es lo mío. Eso pienso. Y no es pánico escénico, conste. Lo mío se parece más a falta de paciencia. Pero me confieso débil y, al inicio de cada semestre, creo que esta ocasión será diferente.
Lo que me sucede, y que me perdone el 90 % de quienes han sido alumnos míos, eso de juventud divino tesoro en manos de esta generación, no es más que un chascarrillo. Si, ya se: la constante de las generaciones es criticar a la que le sigue. Pero, me parece ahora sí hay tela de dónde cortar. Lo juro.
Tanto problema que las mejores mentes hasta hoy no han podido resolver. Y lo que viene. De una cosa estoy seguro: ya nos preocuparemos tanto… las futuras generaciones no podrán preocuparse por más de una cosa a la vez. Y, de eso, habrá que culpar al facebook y todas las redes sociales que disminuyen la capacidad de retención. Bastaba más, la culpa siempre la tiene otro.
Y hablando de jóvenes, recuerdo lo que hace poco me platicó un amigo profesor de constitucional. Conozcamos nuestra constitución, dijo. La más guapa de clase tomó el ejemplar que traía entre sus cuadernos, comenzó a leerla –constitución de 1917-, se quedó pensativa y dijo: “perdón, pero no encontré una más nueva.