El tiempo se va y rápido. Pudiera decir que no me cae aún el veinte de tener una hija cuando ya tengo que hacer trámites de preinscripción para el pre-escolar.
Y la cosa se complica: ¿pública o privada? Y es que las privadas ofrecen desde el inglés hasta la física cuántica pasando por computación, programación avanzada y mandarín para lo enanos que ya puedan avisar que van al baño. Y, entonces, es el debate entre la promesa y la incredulidad; entre que es una inversión y el que significa endeudarse para nada, para que al final no aprenda ni inglés ni español ni nada que valga un pre-escolar que cuesta casi como un semestre en el bien-amado Tecnológico de Monterrey.
Y ahora que ando con esos menesteres recuerdo las palabras pronunciadas hace cerca de tres años por un querido tocayo: "cuando tengas a tu hija, métela a una buena escuela privada". ¿Por qué?, le pregunté. Y la respuesta fue sencilla: "Así va a crecer con lo mejor de la ciudad y, cuando llegue el tiempo, pues que se case con un buen partido y asunto arreglado."
El no tenía hija sino hijo pero, igual, lo inscribió en una escuela privada que pagaba sacrificando la alacena y el vestir. Y la razón también era simple: "Yo le digo a mi hijo que se porte bien con sus amigos, porque ellos le van a dar trabajo cuando lo necesite".
Huummmmm. Le pedí perdón a mi tocayo y le dije que ya ni la chingaba, que eso que hacía me parecía educar al hijo para ser sirviente, decirle "eres maceta y del corredor ni pienses salir".
Se lo dije porque lo pensé. Y lo pienso aún.
¿Pública o privada? Como siempre, la cosa se resolvería dándole la razón a la mamá; es solo que en verdad creo es una importante decisión como para dejarla así como así.