Conocí El Salvador en 2003, me sorprendió gratamente. Confieso que esperaba un país en extrema pobreza, pero su economía dolarizada le había dado un fuerte impulso al mercado inmobiliario y había incidido en bajas tasas de inflación y de interés, centros comerciales tan buenos como en cualquier otro lugar y bastantes obras de infraestructura en las 3 o 4 horas de viaje que se necesitan para recorrer el país, de frontera a frontera, en auto.
El sábado conocí a Joaquín Villalobos, ex guerrillero fundador del ERP y uno de los máximos dirigentes del frente Farabundo Martí, la primer parte de su conferencia verso sobre la cultura de violencia como producto de la “ausencia del Estado” o del que este “comparta” el monopolio de la violencia; en una breve conversación de café (¿Cuánto tiempo puedes tardar en servir dos tasas de café?) le pregunté que como se explicaba la coexistencia de esta cultura de la violencia con una altísima presencia de cristianos protestantes en su país (36% de los salvadoreños se declaran protestantes), su respuesta fue simple: para ellos es una manera de decir “no somos violentos” y no solo eso, hacen frente a la violencia, están en las zonas más peligrosas.
Una explicación sociológica diría que si la violencia impera la sociedad busca de donde asirse, en un sentido muy práctico los individuos ejercen su libertad de creencia y en su conjunto generan “anclas” de estabilidad social. Bien por eso. El limite de los ejercicios de fe es el poder, no se puede gobernar con la fe.