Terminó como estaba predestinado a terminar: con una aureola de parabrisas, media cabeza dentro del auto y el resto del cuerpo sobre el cofre del chevy.
Mientras la vida se le escurría por la comisura de los labios y los esfínteres abiertos, Juan Carlos recordaba los únicos momentos felices de su desgraciada vida: aquellos en que acompañaba a Oswaldo mientras aprendía a conducir un bus de la ruta La Playa. Esos días arrancaban a las cuatro de la mañana, él y Oswaldo salían del pequeño departamento en que vivían para encontrarse con su hermano en el terminal de la ruta a eso de las cinco de la mañana. A esa hora sin licencia para conducir ni experiencia previa, Oswaldo tomaba el volante y él y su hermano mayor se sentaban en el asiento de atrás. Su hermano mayor le daba instrucciones a Oswaldo y el agarraba algunas monedas de l cajón del cambio mientras sacaba la cabeza para que el aire le diera de frente. La aventura terminó cuando a una distracción de Oswaldo el autobús y a 80 kilómetros por hora, ellos y los 18 pasajeros adormilados fueron a dar al fondo del río Santa Catarina, afortunadamente con saldo blanco: ningún muerto, algunos magullados y uno que otro arañado, el sindicato saco al hermano de la cárcel, alegó un cerrón, y conservó el trabajo ….….. tres días después Juan Carlos seguía riendo como un idiota
Bueno, no se sabe si lo del enajenamiento empezó ahí o cuando trabajaba en la fabrica de dispositivos para recolectar mierda. Nunca se supo si el accidente fue una consecuencia de los episodios de febril actividad para luego caer como desmadejado o si el accidente incidió, al menos como detonante, en el proceso que concluyó varios meses después con el diagnóstico de psicosis maniaco depresiva. Lo cierto es que fue dado de baja de la fabrica de inodoros y pensionado de por vida.
A partir de ahí la vida osciló entre dos mundos marcados por las dos familias y los periodos de lucidez y apego a la toma de las medicinas. En el primer mundo Juan Carlos vendía chicles, periódicos o cualquier otra chuchería, también atendía las solicitudes de la madre adoptiva, sonreía con cierta frecuencia y comía más o menos bien. Eso si, su relación con los demás pasaba por instrucciones precisas, de no ser así cualquier solicitud de ayuda podía terminar con Juan Carlos caminando ocho o diez kilómetros para ir a pagar un recibo de agua potable solo para darse cuenta, al llegar a la caja de pago, de que traía consigo el recibo pero no el dinero. En sus mejores días, incidentes como el descrito, solo le producían una sonrisa medio catatónica estirada con puntos suspensivos, un hilo de baba que terminaba en la falda de la camisa y una vuelta adicional para cumplir con el encargo; eso si, siempre con la maletita que cargaba para todos lados. En el otro mundo, el tenebroso, estaba su familia biológica, los vecinos convertidos en enemigos a punta de pedradas, insultos y escándalos, y todos los enemigos, reales o imaginarios, que se cruzaban por el extremo de sus escasas y marchitas sinapsis. En este mundo destacaba el fantasma de un padre muchos años ausente, el hermano que “curaba” las crisis del hermano orate a punta de patadas y puñetazos, también los dos o tres encuentros con motores forrados de plástico y pliana y los encuentros con vecinos en la cima de sus fases maniacas que invariablemente terminaban con su ropa empapada de la sangre que escurría de su cabeza, lagrimas, babas y los sedimentos de las hediondas pócimas mágicas que algún vecino caritativo esparcía sobre las pocholacas antiguas y nuevas por igual….. y también la maletita.
Es curioso como un objeto inanimado llega a ser tan importante en la vida de una persona, ese es el caso de la maletita. En la maletita guardaba su dinero, el de la pensión y el de las ventas, las cajas de chicles y los paquetes de lucas, pero también la vida y el pasaporte a los dos mundos. Por eso, en su insensatez y condición de desvalido, nunca la dejaba. Por eso, cuando se puso el parabrisas del chevy por diadema, el conductor la encontró a unos metros de donde paro. Ahí encontró la vida de Juan Carlos: identificación, tarjeta del seguro social, la última receta, los depresivos y los anti depresivos, dos cajas de chicles y setenta y cinco pesos. También encontró los dos pasaportes: el teléfono de la vecina de su casa y el de la madre adoptiva.
- ¿A quien le hablamos? – preguntó el conductor del chevy al oído. A la vecina – contesto una voz estropajosa con poco volumen y gorgoritos de sangre y saliva -. Lo demás es historia, Oswaldo el hermano bueno, la reconstruyó días después: Los días anteriores se habían sucedido rápidas fases mixtas y cuando menos una de ellas terminó mal, su molino de viento en turno tomo cuerpo de vecino y le dio una paliza; tomo sus medicinas con poca regularidad y andaba como Michel Jackson después de ensayo y consulta médica. Ese día salió a vender, tomo el bus de la ruta 122 y luego el de la ruta 3, luego el Topo Grande y termino en las faldas del Topo Chico, casi no vendió y al regreso se equivocó de bus dos veces antes de subir al ruta 3, luego el último error: bajo dos paradas adelante y volteo a la izquierda, a paso rápido hasta que topo con el chevy. Ese fue el principio del fin, salió volando y se puso la aureola, por cierto hecha en técnica mixta: cristal templado con estampado en formas geométricas irregulares, sangre, liquido encefaloraquideo y aplicaciones de pelo y caspa.