Garcia Márquez, en Cien Años de Soledad, cuenta la epopeya de una gran familia y termina haciendo el recuento de los despojos, contando los detalles de su decadencia y destrucción por boca de un tercero. A lo largo de la historia mantiene un punto de tensión por contraposición entre lo viejo y lo nuevo, los recuerdos del pasado y los sueños del futuro; la extinción de la estirpe es el clímax de este punto de constante tensión. Cien Años de Soledad termina como García Márquez quiso que terminara, pero pudo – como la novela de nuestra sociedad – tener otro final, por el simple expediente de que sus protagonistas leyeran correctamente su pasado y construyeran juntos su futuro. Este realismo mágico sirve para dar marco a mi tema de hoy “la nueva clase política”, vista de cerca los últimos meses – literalmente y por exposición mediática – y particularmente la que corresponde al partido ganador de las últimas elecciones. Se ha dicho que parte de su éxito tiene que ver con su imagen fresca, joven, agradable y de buen ver; si bien esto es cierto, la cosa cambia cuando se les escucha hablar de cerca o se ven sus primeras decisiones. Algunos ejemplos son la designación de un “experto en procesos electorales” al frente del área de desarrollo social, la asimilación del concepto de participación ciudadana a procesos en donde la relación entre gobernante y gobernado se expresa como un trueque, la ausencia de propuestas para una transparencia funcional y bueno la simple dinámica de las declaraciones de hoy que suenan a las de ayer con la misma levedad y la misma nula efectividad.
Mis cuatro lectores dirán, bueno en lo que dices no hay nada nuevo y tienen razón, no hay nada nuevo en mi reflexión. Bueno, lo único nuevo – al menos para mi – es acercarme al terror que puede causar ver lo viejo en lo nuevo, como la revelación de Melquíades en los segundo apocalípticos en que termina de transcribir los viejos pergaminos escritos en sánscrito y se da cuenta que al último de los Buendía se lo están comiendo las hormigas o para usar una metáfora bíblica – y más conocida – imaginar que nuestro futuro cercano es como el interior de bellos y majestuosos sepulcros blanqueados.