lunes, 6 de julio de 2009

La primera vez

Pos, ahora que lo pienso, no podía ser más que así. Digo: voy que vuelo pa los treinta y ocho y no haber estado con una mujer podía malinterpretarse. Así lo veía yo. Mi jefecita todo lo contrario: todavía un día antes cuando se lo comenté me dijo que debí esperar a la mujer especial, a una que, como ella, lo diera todo por mí. Ahora que lo pienso, mi jefecita tenía razón.

Por unos meses me las ingenié para guardar unos centavos del chivo; entre todo conté cerca de las cuatrocientas bolas. Suficiente, pensé.

El sábado por la tarde me animé y le inventé cualquier cosa a la jefecita, con los billetes y la morralla en la bolsa del pantalón, que me voy a la sonaja. Nomás en lo del taxi me tumbaron 35 pesitos. El camarada del coche me preguntó que si yo quería se daba la vuelta en unas dos horas más y que, de regreso, nomás me cobraba treinta. Sale, le dije.

Total, ya estaba ahí, a frente a esas paredes de cómo tres metros de alto y el portón metálico pintado por la Carta Blanca. Las manos me sudaban y sentía comezón por todo el cuerpo. Voy llegando a los treinta y ocho, me dije como para tomar valor. Respiré profundo y, encomendándome a mi jefecita, entré.

Bueno, a decir verdad no fue así de sencillo: los polis de la entrada me basculearon todo y me preguntaron que qué hacía y que cuánta lana traía. Me vieron novato en el asunto, o eso me imagino, porque a cada respuesta que les daba le seguía una sonrisita de parte de ellos, incómoda de a madre. Yo estaba nervioso y sin saber cómo responder a eso, sólo quería que el interrogatorio terminara y me dejaran entrar: traía, todavía, unos trescientos treinta pesos pa cumplir la misión.

Apenas dí unos pasos sobre la brava del terreno, sentí que de ahí era: me sentí uno mismo con las luces, el sonido de las rocolas, los pintados sobre las paredes, los techos de lámina; uno mismo incluso con el lodo de debajo de las hieleras. De ahí era pues. O eso pensaba.

Al tercer tendajo que vi, el Tropicalísimo se llamaba, creo, le entré. Olía a humedad, a cerveza y a tabaco quemado; olía, también, a coco, a piña y a fresas: las lociones que se untan las meseras, según me dijeron en algún momento durante la noche. Todos esos olores y las luces y el sonido me envolvieron. Comencé a bailar, estaba en onda: era yo el rey del lugar, ese era mi ambiente.
Ya solo me faltaba mi reina.

Ahí fue donde las cosas se complicaron. Me senté cerca de la pista de baile y se me acercó una de las meseras. Me hizo algo de plática y ordené una cheve. Saqué de la bolsa llena el rollito con billetes y le pagué los 50 que me pidió por la Modelo. Me dijo “újule chaparrito, si eso es lo que traes no tienes muchas ganas de divertirte ¿verdad?”. Se dio la vuelta y, mirando a un grupito de morras, se tocó la nariz haciendo cara de que yo apestaba. No iba a ser buen negocio, pues.

Apenas terminé la primera cheve los olores me daban asco, quería vomitar y regresarme a la casa a disculparme con mamá por la mentira que le había inventado para salir: ya no era el rey, sino un payaso. Pero estaba por cumplir los treinta y ocho y ya estaba ahí. Me dí valor y me levanté. Fui a la barra, saqué un billete de cien y se lo puse enfrente a la primera vieja que me topé. “¿Qué te tomas?”, le dije pretendiendo sonar decidido. Sonrió, agarró el billete y dijo que ella sola pedía. Lo de siempre, le dijo al de la barra: cerveza y dos limones. Me preguntó que cómo me llamaba y comenzamos a platicar.

Pensé que lo mejor sería hablarle con la verdad, sobre mis intenciones. Me dijo que lo veríamos y me llevó tras una cortina, a un privado. Me pidió lo que traía y yo le entregué todo, hasta los treinta del taxi de regreso. Se rió y me aventó el dinero, me dijo que apestaba y que conmigo no lo haría ni gratis. Las tripas me prendieron y le solté un golpe directo a la frente. Le dije que estaba por cumplir los treinta y ocho y que esa sería la noche y ella la vieja. Le tape la boca y le dí otros puñetazos. Me quité el cinto que, de alguna forma, llegó a su cuello y la ahorqué. Para cuando me descubrieron, esa morra ya no respiraba. Si me dijo su nombre, no lo recuerdo.

¿Qué si me siento mal por lo que hice? Claro mi jefe: ahora estoy aquí encerrado esperando a la jefecita para ver qué hacemos. Es extraño: tengo casi treinta y ocho y quiero llorar. ¿Lo de matar? Sí, eso también se siente extraño. Imagino que eso se siente cuando es la primera vez.