Hacía tiempo que no veía al amigo Manuel C. Rivas Tope.
Es, para quien no lo conozca, uno de esos tipos que jamás ríen. Y, a decir, verdad nunca le he conocido otro amigo que no sea yo. Decía, pues, que no le veía desde hace tiempo. Y fue como si lo llamara con la mente a fuerza de tanto recordarlo.
Tomamos toda la noche. El, como de costumbre, vino blanco; yo, como bien se sabe, Joya de Manzana. Tomamos y platicamos, nos pusimos al día: todo lo nuevo se sobrepone a lo que nos conocemos.
Manuel, el que nunca ríe, ahora lo hará menos. Anda con el corazón en la mano, ofreciéndoselo a quien lo quiera. Ya no le importa, dice, quien lo acepte. No le importa, insiste, porque a quien ama se casa en septiembre próximo.
Y no quiere ser dramático. Creo, incluso, que así se lo prometió a la amada: nada de drama, nada de un ¡salud! en la soledad cuando repiquen las campanas y se riegue el arroz frente al altar. Nada de forzar la memoria para que olvide su nombre.
Lo prometió, creo, pero no puede cumplir. Se toma todo el vino blanco que puede porque quiere que se le curta el corazón en alcohol. La perdió porque así lo quiso el destino... pero, al final, fue así por cobarde: nunca dijo lo que debió en el momento oportuno.
La oportunidad, ahora que lo ve, fue un extraño en toda la relación: no se conocieron a tiempo, no comenzaron su relación a tiempo, no dijo las cosas a tiempo.
Y entre copa y copa de vino blanco la única esperanza que le queda es que lo de ellos no termine en el momento en que debe. Y que se sigan viendo y se inventen ocupaciones. Y que sean ahora dos los engañados y cuatro los felices.
Pero eso no lo sabrá hasta septiembre próximo. Manuel nunca ha reído y ahora lo hará menos. Salud.