Abraham seguía mareando el azucar ya disuelta en su café. Dos mesas allá, un par de chavitas. ¿Y luego -pregunté-, por qué ningún comentario sobre ellas?
Todo aquello era raro: una típica tarde de café con Abraham involucraba al Sanborns, pan con mantequilla y pláticas sobre chavitas con labios rosados, 18 a 25 años, pantalones a la cadera.
Neeee, ya no. La semana pasada fue de las más extrañas -dijo sin detener el torbellino de cafeína.
Sentado en una mesa del Starbuks de Valle San Agustín, al amigo se le vinieron los años encima. Tratando de abordar a una niña prototípica de sus pláticas -labios, pocos años, la cadera- se había llevado un "oiga, mejor vaya y platique con alguien de su edad"; dos días después, en aquél Sanborns Valle Oriente, una cuarentona completamente desconocida lo había invitado un café y, en pocos minutos, conocía ya su teléfono, dirección, nombre y el nombre de su ex-marido y de las dos hijas que están por comenzar secundaria. Todo esto en una semana, la semana pasada.
Weeee -me dijo sin atreverse a fijar su mirada dos mesas mas allá-, por más que lo intento ya no me veo jóven: con este pinche pelo en retirada no me alcanzo a hacer un copete tipo Emo, según la moda.
Ups. Pero, en todo caso amigo Abraham, te quedan las cuarentonas y divorciadas, esas que se mueren por dejar a sus hijas con la vecina para invitarte un café, tomarse una copa, platicar e intentarlo todo.
Eso, dijo, no me anima. Lentamente se estiró el caballo y comprobó por enésima vez que no tendría copete de Emo. Dio un trago al dulce café y , para familiarizarse, recordó un número telefónico, un nombre de mujer y el de su ex-marido y sus hijas que ya entrarán a secundaria.