Daniela se llama mi hija de tres años. Tres años y unos meses, para ser exacto. Y, arriesgándome a sonar cursi (lo que no me queda mucho, diría -entre otros- el maestro Cedillo) su vida me recuerda a una burbuja de jabón.
La inspiración me vino (como se supondrá) una tarde jugando con ella y haciendo burbujas. Yo soplaba y ella las perseguía, las cazaba; se les imponía con su dedito para acabar anticipadamente con su existencia. (¿así o mas cursi?).
La cosa es que la vida al lado de mi hija es una estimulante suma de momentos. Cada uno, en lo individual, vale la vida: todos ellos, juntos, me hacen una persona plena. Y quisiera traer siempre una cámara de video y guardarme su vida para volverla a ver en otra vida. Y quedarme con todas las noches en que ha dormido y sus sueños. Quedarmela toda, y para disfrutarla otra vez.
Todo esto, como las burbujas. Cada una es bella, pero termina. Cada instante es único, pero pasa con rapidez. Haciendo burbujas veo cada momento y lo disfrutos.
Mi hija, con su dedo, rompe las burbujas. Y me doy cuenta que otro instante se me escapó.